La inteligencia artificial (IA) ha sido aclamada como la herramienta del siglo XXI para mejorar la eficiencia en diversos sectores, desde la energía hasta la salud. Sin embargo, este optimismo se ve empañado por la creciente preocupación sobre su impacto ambiental. Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), en 2022, los centros de datos, la minería de criptomonedas y las aplicaciones de IA representaron aproximadamente el 2% de la demanda mundial de electricidad, cifra que podría duplicarse entre 2026 y 2027, alcanzando niveles comparables a los de países medianos en consumo eléctrico.
Los datos de Google revelan que una búsqueda con IA generativa consume hasta diez veces más energía que una búsqueda convencional. Este aumento en el consumo energético se ve reflejado en el entrenamiento de modelos como GPT-3, que requirió más de 1 GWh de electricidad, equivalente al consumo anual de cientos de hogares europeos. Además, la IA no solo consume electricidad, sino que también requiere grandes cantidades de agua para la refrigeración de servidores, como lo reconoció Microsoft en su colaboración con OpenAI en Iowa.
La localización de los centros de datos también genera tensiones en las redes eléctricas locales. En Estados Unidos, estados como Virginia del Norte y Texas han experimentado problemas debido al despliegue masivo de infraestructuras digitales. En Minnesota, donde Elon Musk proyectó instalaciones vinculadas a X (Twitter), la presión sobre los precios y el riesgo de apagones se han convertido en preocupaciones reales. En Europa, Irlanda ya considera limitar el crecimiento de data centers que podrían consumir más del 30% de su electricidad nacional para 2030.
La dependencia de materiales críticos como litio, cobalto y tierras raras también plantea un dilema. La digitalización, en lugar de desmaterializar la economía, intensifica la extracción de estos recursos. A pesar de las promesas de optimización energética y reducción de costes, los resultados hasta ahora son modestos y no compensan el enorme gasto energético de entrenar y desplegar modelos de gran escala.
La trayectoria actual sugiere que la IA podría convertirse en un factor de presión sobre las redes eléctricas y un multiplicador de la huella de carbono global. Para evitarlo, se proponen medidas urgentes que aborden los consumos, ubicaciones y efectos de esta tecnología. La contradicción entre el discurso de la «IA verde» y los datos de consumo revela un choque de fondo: una tecnología diseñada para resolver problemas globales que, hasta ahora, no ha aportado soluciones efectivas a la crisis energética y climática.